domingo, 23 de septiembre de 2007

¿Aproximación a qué?

Lo que nos habla, me parece, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario: cinco columnas en la tapa, grandes titulares. Los trenes sólo empiezan a existir cuando descarrilan, y cuantos más viajeros muertos, más existen los trenes; los aviones sólo acceden a la existencia cuando son desviados; los autos tienen por único destino chocar contra los plátanos. Cincuenta y dos fines de semana por año, cincuenta y dos balances: ¡tantos muertos y tanto mejor para la información si las cifras no paran de aumentar!. Es necesario que detrás de un acontecimiento haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida solamente debiera revelarse a través de lo espectacular, como si lo significativo fuera siempre lo anormal: cataclismos naturales o conmociones históricas, conflictos sociales, escándalos políticos.
En nuestra precipitación por medir lo histórico, lo significativo, lo revelador, no dejemos de lado lo esencial: lo verdaderamente intolerable, lo verdaderamente inadmisible, el escándalo no es la conmoción sino la tragedia convertida en rutina.
Los malestares sociales no son preocupantes en períodos de huelga, son intolerables las veinticuatro horas por día, los trescientos sesenta y cinco días al año. Los maremotos, las erupciones volcánicas, las torres que se derrumban, los incendios forestales, los túneles que se derrumban... ¡Horrible!, ¡Terrible!, ¡Monstruoso!, ¡Escandaloso!. Pero, ¿dónde está el escándalo?, ¿el verdadero escándalo?. ¿Acaso el diario no dijo sólo: siéntanse seguros, ya ven que la vida existe, con sus altos y sus bajos, ya ven que pasan cosas?.
Los diarios hablan de todo, salvo de lo diario. Los diarios me aburren, no me enseñan nada; lo que cuentan no me concierne, no me interroga y, de antemano, no responde a las preguntas que me hago o que quisiera hacer.
Lo que pasa realmente, lo que vivimos, el resto, todo el resto, ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que ocurre cada día y vuelve a ocurrir cada día, lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo interrogarlo? ¿Cómo describirlo?
Interrogar lo habitual. Pero justamente, estamos habituados a eso. No lo interrogamos, no nos interroga, no parece constituir un problema, lo vivimos sin pensar en ello, como si no transmitiera ni pregunta ni respuesta, como si no fuera portador de ninguna información. Ni siquiera es condicionamiento, es anestesia. Dormimos nuestra vida como un sueño sin sueños. Pero, ¿dónde está nuestra vida?, ¿dónde está nuestro cuerpo?, ¿dónde está nuestro espacio?.
Cómo hablar de esas cosas comunes, más bien, cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas de la corriente en la que permanecen sumergidas, cómo darles un sentido, una lengua: que hablen finalmente de lo que existe, de lo que somos.
Quizás se trata finalmente de fundar nuestra propia antropología: lo que va a hablar de nosotros, la que va a buscar en nosotros lo que durante tanto tiempo nosotros saqueamos en los otros. Ya no lo exótico sino lo más humano y permanente.
Interrogar eso tan conocido que ya hemos olvidado hasta desconocer su origen. Volver a encontrar algo de la sorpresa que podían experimentar Julio Verne o sus lectores frente a un aparato capaz de reproducir y de transportar los sonidos. Porque esa sorpresa existió, y miles de otras también, y son ellas las que nos han modelado.
Lo que se trata de interrogar es el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales en la mesa, nuestros utensilios, nuestros horarios, nuestros ritmos. Interrogar lo que parece para siempre haber cesado de sorprendernos. Claro que vivimos, claro que respiramos, caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a una mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Hablo de describir mi calle, una avenida cercana, el inventario de mis bolsillos o mi mochila, interrogarme sobre el lugar de donde provienen las cosas que están ahí. Preguntar a mis cucharitas. ¿Qué hay debajo del empapelado? ¿Cuántos gestos son necesarios para marcar un número de teléfono? ¿Por qué va la gente a los bares? ¿Por qué tanta gente está sola? ¿Por qué nadie se ocupa de los ancianos?
Poco me importa que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias. Al menos son indicativas de un método, a lo sumo un proyecto. Parecen triviales y fútiles: eso es lo que, precisamente, las vuelve tanto más esenciales que otras –tan defendidas por el periodismo convencional- a través de las cuales hemos intentado vanamente captar nuestra verdad.


Georges Perec

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